Capitulo IV
Afirmación de San Luis en el Siglo XVIII
CAPITULO IV
AFIRMACIÓN DE SAN LUIS EN EL SIGLO XVIII
Población de la campaña
Para vigorizar la ciudad de San Luis era preciso aumentar sus
pobladores tanto en el escueto recinto demarcado alrededor de la plaza,
cuanto en los valles y aguadas propicias. Hablar simplemente de
munificencia real es olvidarse de las penurias y los sacrificios que
implicaba la ardua empresa de poblar bajo la amenaza de un enemigo
que, día tras día, se tornaba más belicoso.
En 1603, a petición del Cabildo, el gobernador Alonso de Rivera facultó
al corregidor para señalar chacras, tierras y solares a las personas
que quisieran avecindarse
en San Luis. Paralelamente se continuó otorgando mercedes y
encomiendas, para que el proceso de colonización se efectuase con
eficacia.
Todos los confines fueron alcanzados por los tenaces pobladores.
Lagunas del noroeste, cerrilladas del sur, apacibles rincones de la
sierra tutelar, nada dejó de conmoverse al reclamo del trabajo y del
esfuerzo. El indio y el criollo, en función heroica, extendían el vigor
de la hispanidad. ! En 1674 Domingo Sánchez Chaparro tomó posesión de
diez mil cuadras en la rinconada de San Francisco, hacia la punta de
Quine. Ese mismo año Jerónimo de Quirogaobtuvo la encomienda del Morro,
con el cacique Juan Cuaiguacuendi. Andrés de Toro Mazote, en 1677,
pidió cuatro mil cuadras junto a la sierra de los Comechingones, desde
las Sepulturas hasta los Chañares. Juan Bustos y Cristóbal Muñoz
obtuvieron tierras en las cercanías de Rumiguasi, en tanto que Alonso
Garro poblaba Socoscora y Juan Díaz Barroso los cerros del Rosario.
En Conlara, Toro Mazote mereció otras cuatro mil cuadras en 1695. Y
mientras los herederos de Francisco Muñoz defendían sus antiguos
derechos, la sierra se poblaba promisoriamente: Francisco Díaz Barroso
en Tomolasta, José de Mena en Guanacopampa, Ignacio Gutiérrez en el
Cerro Blanco, Miguel de Vílchez en el Rincón de Calancho.
No es un reducido grupo de poderosos aprovechando la mano abierta del
rey. Es la tierra toda que florece en hijos.
Por eso cualquier enumeración resulta vana, pues hay algo más fuerte y
duradero que los títulos de propiedad; La necesidad de prevenir
sorpresas de los indios alzados, obligó a establecer en diversos
parajes destacamentos militares cuyos integrantes sin dejar de
permanecer alertas, cultivaron la tierra y criaron ganados mayores y
menores. Así nacieron pequeñas poblaciones, que cobraron más vigor al
concentrarse junto a oratorios y pequeñas capillas construidas por
particulares. Al mismo tiempo, la toponimia se convierte en encendido
testimonio de religiosidad: San Francisco, Renca, Santa Bárbara o la
capilla de Mercedes de la Punta del Agua nacen como destellos de fe.
A principios de 1745 el obispo Juan González Melgarejo atravesó la
jurisdicción puntana, dirigiéndose a su sede santiaguina. Advirtió
entonces cuán necesario era establecer por lo menos dos villas entre el
paraje de la Punilla y la ciudad de San Luis. Sus instancias
determinaron que la Junta de Poblaciones de Chile propendiese a erigir
villas en los lugares denominados Santo Cristo de Renca, Tablas y
Pulgas, "para que reducidos en ellas los muchos vecinos dispersos en
grandes distancias, lograsen la instrucción en nuestra santa fe, la
recepción de los santos sacramentos y demás beneficios espirituales y
temporales consiguientes a una población bien reglada".
Para realizar esta empresa fue comisionado el oidor Gregorio Blanco de
Laisequilla, a quien el 2 de mayo de 1753 se dieron instrucciones
precisas para el mejor cumplimiento de su cometido. Entre ellas figuran
las siguientes:
"Que hiciera reconocimiento del paraje de las Pulgas (hoy Mercedes) uno
de los destinados a una nueva población, que serviría para resguardar
las estancias de la ciudad de San Luis, examinando la calidad de sus
tierras, suficiencia de agua y demás que previene la ley, número dé
familias y habitantes, bienes de cada uno y voluntad de poblarse en ese
paraje o de reducirse a la ciudad de San Luis; y si hallase que en ese
sitio concurrían las cualidades necesarias y suficiente vecindario
capaz de sostener las invasiones de los indios pampas, eligiera el más
acomodado, repartiera solares para la iglesia, obras públicas y casas
particulares, tierras para chacras y estancias y eligiera una persona
para ejercer en el pueblo la superintendencia y administración de
justicia, mientras se le enviase título en forma por el gobierno de
Chile; y porque, como el principal fin de estas poblaciones era la
enseñanza de los infieles en los misterios de nuestra santa fe,
requiera al cura de la ciudad de San Luis pusiera en el nuevo pueblo un
sacerdote del clero secular o regular, que supliese su obligación y
llenase este ministerio, mientras que por el obispo se diese la
providencia conveniente.
Que habiendo sido elegidos para el mismo fin y destino los parajes del
Santo Cristo de Renca y de las Tablas, sujetos a la jurisdicción de San
Luis, practicara el corregidor el mismo reconocimiento y matrícula y
demás diligencias como para el pueblo antes citado. Que en atención a
que no debían fundarse nuevos pueblos en perjuicio de los antiguos,
hiciese que los tres acordados en los parajes de Santo Cristo de Renca,
las tablas y las Pulgas, se formasen en su mayor parte con los
hacendados de sus respectivos contornos que eran vecinos de la ciudad
de San Luis y procediese de modo que quedasen en esta ciudad los
suficientes de los que tenían estancias en su inmediación, a los que
obligase a fabricar casas a donde llevasen sus familias, y tuviesen sus
hijos, la instrucción y educación cristiana y política."
Blanco de Laisequilla, si bien no concretó la formación de pueblos en
las Pulgas y las Tablas o Carpintería, formalizó la villa de Renca y
mandó trazar otra, con el nombre de Nuestra Señora de Mercedes, en las
cercanías de la Punta del Agua o capilla de los Funes.
También informó que la jurisdicción de San Luis "se extiende ochenta
leguas de norte a sur entre dos sierras, que la primera empieza desde
la misma ciudad dirigiéndose al norte, y a veinte y cuatro leguas la
otra al oriente, principiando rigurosamente de la Punilla, y divide las
dos jurisdicciones, de. la referida ciudad y de la de Córdoba".
En esta ciudad, las providencias del oidor tendieron a asegurar el buen
reparto del agua --constante motivo de rencillas- y a lograr que los
vecinos edificasen casa para morar, como estaba mandado.
El cauce religioso
Al fundar la ciudad, Jofré le dio por patrono a San
Luis rey de Francia y puso la iglesia matriz bajo la advocación de la
Inmaculada Concepción, acaso para hacer más claro el recuerdo de la
Medina de Río Seco vallisoletana, donde la Virgen tenía una capilla con
ese título. Y aunque
en la Punta, durante más de un siglo, no hubo un San Luis
de bulto, grande era la difusión de imágenes en la jurisdicción, como
lo certifican numerosos documentos.
La Virgen del Rosario acaparó, en forma notable, el
fervor de los puntanos, sin que los inventarios dejen de
mencionar otras advocaciones, como Nuestra Señora de Luján, la Virgen
de los Dolores, Nuestra Señora de Copacabana, Nuestra- Madre de
Mercedes o Nuestra Señora del Carmen.
Del Hijo de Dios tampoco escasean las referencias, llámasele Señor de
la Columna, Señor de la Agonía, Señor de la Paciencia, Santo Cristo o
Crucifijo, como el muy famoso de Renca, o blandamente Niño Dios.
San José y Santa Bárbara, Santa Rosa y San Vicente,
San Francisco y Santa Margarita, por no citar más que
unos pocos, también aparecen mencionados con significativa reiteración.
Pero en la somera enumeración no puede faltar el San Antonio de las
Baigorrias, tallado en madera, cuya devoción en esta ciudad consta por
larguísimas décadas.
Muchas de esas imágenes provenían de otras regiones
y se transmitieron, como preciada herencia, de padres a
hijos pero, andando el tiempo, también se tallaron en esta
provincia.
Como requisito esencial de la fundación, el general Luis
Jofré hizo construir la iglesia matriz. Elemental rancho, que
los vecinos ayudaban a levantar luego de las mudanzas,
robustecido por el cielo de los capitulares y el tesón de los
indios que venían a servir. Tanto en el Bajo como en el
Talar debe haber ocupado el costado este de la plaza, así
como estuvo durante cerca de dos siglos en la plan ata definitiva de la
ciudad. Hacia 1650 se trató de dotarla de un campanario y reforzarla
con estribos, como consta en las" actas -del Cabildo, las mismas que
dicen de lo difícil del
empeño.
Fue su primer cura el chileno Eugenio Martínez, según
enseña Verdaguer. Pero quien más se distinguió como defensor de los
indios fue el presbítero Alonso de Reinoso y Robles, de estirpe
fundadora.
Debemos a tan prestigioso historiador esta otra valiosa noticia: "El
convento dominico de la ciudad de San Luis de Loyola, bajo el título de
Santa Catalina Virgen y Mártir.
fue fundado, según parece, a principios del siglo XVII por el
prior del convento de Mendoza y vicario provincial de los
conventos de Cuyo, J. Fr. Acacio de Naveda, quien en 1603
nombró vicario del convento de San Luis al P. Antonio
Garcés".
Muchas páginas magistrales escribió el P. Saldaña Retamar sobre la
fecunda labor evangelizadora desarrollada por la Orden de Predicadores
en toda la jurisdicción puntana. Tanto la toponimia como la devoción
popular a la
Virgen del Rosario testimonian, aun en nuestros días; esa
siembra constante y generosa.
También los mercedarios actuaron en San Luis y aunque su convento se
despobló en 1613 por no poderse sustentar, debido a los pocos
habitantes con que contaba la ciudad, la advocación de Nuestra Señora
de las Mercedes creció como un dique de esperanza puesto a los malones
ranquelinos.
En cuanto a la tarea realizada por los jesuitas, ella
no ha sido siempre bien comprendida y más de una vez sólo
ha merecido comentarios enherbolados, hijo de la pasión
banderiza. Tampoco falta quien se atreva a poner en duda
la acción educativa que los soldados de San Ignacio llevaron a cabo en
esta ciudad. Sin embargo, son varios los documentos que esclarecen tan
interesante aspecto de la cultura puntana.
Apoyándonos en ellos podemos afirmar que, a fines
de 1726, los herederos del maestre de campo Francisco
Díaz Barroso vendieron al Colegio de Mendoza la sala y
cuadra de tierra situada al norte de la plaza en 175 pesos,
suma que fue pagada el tercio en plata y lo demás en ropa.
Desde Santiago de Chile, con fecha 22 de enero de 1732, el
Superior Claudio Cruzat escribía al Cabildo de San Luis
en estos términos: "Recibí la carta de usías, con la cual
me quisieron favorecer, y reduciéndose toda ella a significarme el
deseo que tienen usías y toda esa noble ciudad, a que la Compañía haga
en ella fundación, proponiéndome los medios para que se facilite la
ejecución de dicha fundación; no puedo menos que rendir a Dios las
gracias del cristiano celo que abrasa el corazón de usías atendiendo al
bien espiritual de todos los vecinos y moradores de esa noble ciudad,
que se persuaden se aumentará con la asistencia de los hijos de la
Compañía, cuyo fin es cultivar la viña del Señor y llevar y enderezar
las almas para que consigan el eterno galardón de la gloria; y por otra
parte no puedo menos que apreciar el concepto que usías tienen de la
Compañía. Esto supuesto, pueden usías tener por cierto que desde que
entré al oficio de Provincial, ha sido mi deseo se efectuase dicha
fundación, enterado de los ardientes deseos de usías para lograr en esa
ciudad la asistencia de los de la Compañía, pero como los deseos no
bastan cuando faltan los medios, esta imposibilidad me ha retardado el
ponerlo en planta, porque no teniendo medios para poderse sustentar los
sujetos de la Compañía, no podemos empeñamos a hacer fundación, porque
bien saben usías que la Compañía, para mantener a sus hijos, no tiene
el subsidio de capellanías, misas, entierros, y otros emolumentos que
gozan las demás sagradas religiones para mantener a sus religiosos, y
faltando estos socorros a los de la Compañía, se ha de buscar lo
necesario para vestirlos, alimentarlos y para todo lo que es necesario
al culto divino, y el medio de conseguir este alivio es con sus
haciendas atendiendo a su cultivo, para que de su producto perciban los
efectos para su manutención. Hasta ahora no se ha podido conseguir
hacienda, y usías me proponen de la hacienda que tiene prometida el
maestre de campo don Andrés de Toro para dicha fundación: si esto se
consigue, se abre la puerta para dicha fundación; yo al presente, con
sumo calor y eficacia; atiendo ,a este" negocio, solicitando haga la
escritura de donación de dicha hacienda, y estén usías seguros que al
punto enviaré sujetos que den principio a la fundación que tanto desean
usías, que conozco será de mucha gloria de Dios, pero sin dicha
hacienda no es posible envíe Padres que principien la fundación, por
las razones que tengo propuestas a usías".
Obtenida la donación de la Estanzuela, el corregidor Juan de Oro
Bustamante y Santa María dictó un auto en San Luis el 27 de Agosto de
1732 en el que decía: "En atención a que los Reverendos Padres de la
Compañía de Jesús se han presentado ante el ilustre Cabildo de esta
ciudad con una real provisión en que la Real Audiencia de este reino
les da por concedida la licencia de sus superiores para la fundación de
su residencia en esta ciudad, con el fin de que se eduquen los niños en
la buena política y doctrina cristiana, cuyo medio se conseguirá con la
habitación de todos los vecinos de esta dicha ciudad y su jurisdicción,
ordeno y mando a todos los vecinos y moradores que dentro de un mes se
pongan a edificar casa en la parte que eligiere cada uno, que se le
señalará el sitio competente... de lo que resultarán todas buenas
consecuencias, así en el bien de las almas como en los niños que
aprendan a leer y escribir".
El establecimiento de los jesuitas fue resistido por quienes se
consideraban con derecho a las tierras de la Estanzuela, y en la
primavera de 1733 promovieron un motín del que no han dado noticias los
historiadores. Fue su promotor el sargento mayor Miguel de Adaro,
secundado por Francisco Alaniz, quien firmó una petición "por todo el
Común de la Falda".
En ese documento se expresa, entre otras cosas: "El Común dice salgan
los padres jesuitas del paraje de la Estanzuela, que así conviene al
servicio de ambas majestades... y se retiren con sus haciendas a otra
parte que si prosiguen quedará esta ciudad sin estas tierras ni se
pagarán diezmos a dicha ciudad ni dicha compañía de soldados ni demás
gente obedecerán a estos superiores sino a los de Córdoba, que allá se
pagarán diezmos y primicias, como se solían pagar... Hoy dichos padres
echan a los descendientes del capitán Bartolomé Fernández y a los
descendientes de los Garines, todos conquistadores y pobladores de esta
ciudad de San Luis, por un hombre que ni advenedizo sino por noticias
pedía tierras cuantas había, pedía hasta indios cristianos y pampas,
sólo con el fin de querer titular. ..Para que vaya a más esta ciudad,
no se han de echar los vecinos y descendientes de conquistadores: ha de
dárseles sus tierras pues las han conquistado y defendido".
De este ignorado motín, destacamos que el corregidor
Antonio de Escorsa señala "la circunstancia de que los mismos vecinos,
juntos con el Cabildo, pidieron y suplicaron al Reverendo Padre
Provincial fundase aquí una residencia para la educación y enseñanza de
sus hijos".
Significativos nos parecen los datos que suministra el
inventario de la biblioteca dejada por los jesuitas al ser
expulsados en 1767, formada por más de trescientos volúmenes en latín,
romance, portugués, italiano y francés, entre los que hallamos las
Guerras civiles de Francia, una Aritmética de Ventallol, los Autos
sacramentales, las Musas castellanas y las Obras póstumas de Francisco
de Quevedo, las Bucólicas y Geórgicas de Virgilio, las Oraciones de
Cicerón y, lo que es más notable, algunos manuscritos de Lógica,
Física, Teología y Metafísica, en su mayor parte
del P. Francisco Suárez.
Maderas y frutales
Cuando el 9 de agosto de 1593, en la ciudad de Mendoza, el general don
Luis Jofré dona doscientas cuadras de tierras en la dormida del
Carrizal, a tres leguas más o menos de la Punta de los Venados, lo hace
porque don
Francisco Muñoz se las pide para en ellas "hacer sus chacras y tener
sus ganados". En las mismas razones fundamenta su solicitud el capitán
Juan Luis de Guevara, a quien Jofré hace merced de otras doscientas
cuadras en el mencionado paraje. La merced de tierras hecha en octubre
de 1594 a Juan de Barrera Estrada y a su hijo, parte en el Carrizal y
parte en las cercanías del cerro de los Apóstoles o Tiporco, estaba
también destinada a poblar dos estancias,
lo que demuestra que la ganadería fue la primera ocupación
de los vecinos de la nueva ciudad.
A poco andar hallamos un significativo testimonio del
quehacer de los pobladores de San Luis. En la primavera
de 1595 el capitán don Juan Luis de Guevara vende a Francisco Muñoz las
doscientas cuadras que poseía en el Carrizal. Y lo hace por "25 piernas
de tijera de 14 a 15 pies de largo y 14 umbrales de dos palmos de ancho
y de largo
como un eje, toda la cual dicha madera ha de ser de quebracho". De este
modo, junto a la ganadería, nace la artesanía de la madera,
aprovechando la riqueza de los montes puntanos y para suplir la notoria
falta de ese material
tanto en San Juan como en Mendoza.
Las cuatro donaciones de tierras más antiguas que conocemos (tres en el
Carrizal o Estancia Grande y la otra en las proximidades de los Cerros
del Rosario), mencionan la cercanía del camino de las carretas y hacen
referencia
a las dormidas o paraderos donde las tropas solían "hacer
noche", atraídas por las ventajas naturales que esos lugares ofrecían,
principalmente el agua y el pasto. Estas dormidas o tambos como las
denominaban los hijos del Inca, dieron origen a las postas, cuando la
esperanza de algún vagabundo echó raíces en la cordialidad del paisaje
verde y musical. El laboreo de la madera sirvió entonces a la acuciante
demanda de la carretería que debía liberar a. Cuyo de esa prolongada y
periódica esclavitud de la cordillera cerrada por las nieves. Bajo la
dirección más intuitiva que técnica de los vecinos españoles, los
indios puntanos aprendieron a manejar la sierra y el escoplo, la azuela
y el martillo, para transformar las generosas y recias maderas del
terruño en camas y ejes de carretas, que se armaban en estas mismas
tierras, hasta donde llegaban con insistencia los hombres de Mendoza y
San Juan, en su trajinar mercantil. La toponimia puntana ha guardado
alguna lejana referencia a esta primitiva ocupación de los moradores de
San Luis. El lugar de la Carpintería, en las proximidades de la Piedra
Blanca, denominóse también las Tablas, señal inequívoca
de que la industria o la artesanía de la madera floreció
antaño en esos parajes.
Cuando el Protector de los indios naturales don Juan
Vidal Holguín, en nombre de Julián Colocasi, reclama por
suyas las tierras de San Francisco o de Chutunso, como se
nombraban en el idioma de su tribu, expresa que el capitán Sánchez
Chaparro -quien las pidió en merced- enamoróse de su amenidad cierta
vez que desde San Juan llegó hasta ese valle en busca de maderas para
carretas.
Los bosques puntanos brindaron la primera y cordial
moneda de muchas transacciones, así como alimentaron la
codicia de tantos transeúntes. Porque las lentas tropas que
atravesaban la jurisdicción de San Luis se daban tiempo
para que sus peones y troperos hicieran buen acopio de
madera labrada, sin que de nada valiesen las disposiciones
del Cabildo puntano, que con insistencia protestaba contra
ese avance que en nada beneficiaba a los pobladores de
esta ciudad.
Mientras las hachas abatían los robustos algarrobos,
quebrachos y caldenes, otros eran los árboles que comenzaban a desplegar al viento recio sus banderas vegetales...
Difícil, por no decir imposible, resulta reconstruir ese progresivo y
cordial itinerario, sobre todo si se tiene en cuenta
que los archivos de San Luis guardan muy pocos papeles
anteriores a 1700. Ellos muestran, sin embargo, que junto
a los fragantes molles, a los retorcidos espinillos, a los
espinudos talas y a las gráciles y humildes cañas -sin olvidar, por
cierto, a las ubicuas jarillas y a las musicales palmeras, que orlaban
tanto el faldeo de la sierra en los Papagayos, como los rincones
soleados de San Francisco-- el
terruño se iba enriqueciendo con otros árboles útiles, como
el sauce, el durazno y la higuera. Esta última, particularmente,
constituyó uno de los puntales de la modesta economía puntana. Con la
algarroba, los higos ofrecieron el alimento de muchos días y de
interminables años. Y fueron
también el elemental producto del trueque, abriendo horizonte a otras
actividades más remunerativas.
Entre 1700 y 1800 los documentos consignan asimismo
otros frutales, cuya minuciosa enumeración tal vez no ha
de resultar superflua. A la par de duraznos y de higueras,
numerosos y frecuentes, figuran también -aunque en menor cantidad-
manzanos, membrillos, nogales, granados y ciruelos, a los que hay que
agregar todavía perales, albaricoques, guindos, olivos y almendros.
Don Victoriano Jorge Couto -un portugués avecindado en la ciudad de San
Luis- dejó al morir trece parras de uva moscatel, según se anota en el
inventario de sus bienes, hecho en 1752. Pero un documento de 1805
revela
antecedentes notables con respecto al cultivo de la vid: nada
menos que 3568 cepas poseía don José Ignacio Fernández,
quien era dueño además de dos higuerales con doscientas
y tantas plantas frutales, es decir, productivas. Y no se
piense que sólo en la ciudad se cultivaba la vid.
Ella prodigaba la alegría de sus racimos -unas veces
en parrales y otras en braceros o espaldares- en todos
los rumbos de la campaña puntana: en San Francisco y la
Arboleda, en Quines y en San José, en La Cruz y en la
Estancia Grande. En este paraje -aquel Carrizal de las
primeras mercedes jofrecinas- en 1801 don Prudencio Miranda era dueño
de una viña con 166 cepas, en tanto que en su propiedad del Durazno y
al cuidado de don Lázaro Barroso, había otras 24.
Como denominación de un paraje cercano al río Conlara, el sauce aparece
mencionado -en papeles de 1712. En cuanto al álamo, es probable que su
introducción en San Luis se deba al infatigable patricio don Tomás
Baras. Según su propia afirmación, los primeros que se cortaron en
esta ciudad, en 1824, fueron los que él mismo plantó. Sin
embargo, conviene recordar que en diciembre de .1822, al
hacer el inventario de la estancia de la Guardia del Morro,
se anotaron entre los bienes de don Juan Esteban de Quiroga algunos
frutales y doce álamos delgados.
Algo más sobre agricultura
Muñoz y Luis de Guevara -este Luis es apellido- solicitaron las tierras
del Carrizal para hacer sus chacras. Posiblemente el cultivo inicial
haya sido el maíz; pero al año siguiente Muñoz pidió también un solar
en la ciudad
para construir un molino, aprovechando las ventajas del
Bajo. Los pobladores que se diseminaron por la jurisdicción
puntana buscaron siempre la proximidad del agua para asegurar, en
cierto modo, el éxito de las sementeras. De ahí arranca el crecimiento
de algunos pagos apacibles y fecundos, como los del Saladillo, de
Conlara abajo, de las Cortaderas, de la Piedra Blanca, de la Punta del
Agua o de
la Larca. Este mismo nombre de Larca -que 'algunos han
supuesto aborigen- recuerda el quehacer agrícola de los
antiguos moradores de esa hermosa región serrana. Porque
Larca fue en un principio la arca. Y esta voz arca- española, que no
indígena- equivale a lugar desde donde se distribuye el agua,
acueducto, reguera o acequia, si la reducimos a nuestro paisaje criollo.
Los traslados de la ciudad, que tuvo dos ubicaciones
anteriores, habrían obedecido a la necesidad de buscar tierras más
aptas para las huertas, pues al no tener en el recinto de ella medios
para subsistir, sus habitantes la desamparaban para dedicarse a las
faenas de las estancias
y las chacras. En 1636 el Cabildo ordenó que todos los vecinos y
moradores de esta ciudad viniesen a poblarla; pero
los notificados se negaron a ello, aduciendo que estaban
sembrando. Los capitulares, sin embargo, insistieron en
que era justo que la ciudad se poblase y que todos los vecinos y
moradores, hombres y mujeres, viviesen en ella, resolviendo en
definitiva "que asistan a hacer sus sementeras, que cuando mucho se
ocuparán veinte días en acabar todos,
y como fuesen acabando se vengan 'a esta ciudad y la tengan poblada".
Un año después, el alcalde Juan Gómez Isleño fue de parecer que
saliesen tres o cuatro hombres a traer algunos indios para aderezar la
iglesia "y para sembrar maíz y rezar".
Diversos documentos de los archivos puntanos ponen
de relieve la preocupación de los cabildantes por asegurar
el beneficio del agua a todos los pobladores de la ciudad.
Generalmente en el mes de septiembre, "por estar próximo
el tiempo de las sementeras de maíz y otras legumbres",
según se expresa, el Cabildo ordenaba acondicionar las hijuelas y cerrar todos los desagües no autorizados.
Entre esos otros cultivos a que se dedicaban los vecinos, es preciso
destacar el zapallo, al que no vacilamos en asignar una importancia
semejante a la de los higos en la economía del hogar puntano.
Así lo certifica, por ejemplo, el testamento de doña
Agueda Rodríguez de Pedernera, vecina del río de Conlara,
quien dio al indio Pascual tres almudes de zapallo charque
para que se los vendiera. Y entre los bienes que don Gabriel de
Aguilera poseía en 1742 en el paraje denominado Cabeza del Novillo,
figura una chacra de maíz y zapallos.
Si bien las pruebas documentales son escasas en el siglo XVIII,
después de 1810 existen noticias por demás interesantes,
que podrían servir para un estudio particular de este verdadero señor
de las huertas de San Luis.
El informe que Sobremonte escribiera en 1788 para
describir la Intendencia de Córdoba, suministra valiosas
referencias:
"Las labranzas, cultivos, frutos y especies que
hacen el ordinario alimento de los habitantes son el
trigo y el maíz, y en las ciudades del partido de
Cuyo las frutas de que abundan sus chacras y huertas, señaladamente
brevas, higos, duraznos, peras, pues en la estación que se dan, toda la
gente pobre,
que es el número mayor, las recoge para su sustento .
diario, y aún los más recogen las que pueden conservarse en el invierno
para lo mismo.
El trigo lo usan en pan, habiéndose extendido
más este alimento en los tiempos presentes que
cuando abundaba la carne; el de más pequeño grano, o inferior, lo
emplean cogido con la carne; del maíz hacen el mismo uso y también en
los guisos,
cocido entero cuando está tierno, y desgranado cuando se halla más duro
el grano. En San Luis no se
cosecha trigo, porque no tienen molino alguno en
qué reducirlo a harina.
En todas las jurisdicciones se cultivan las habichuelas o judías, que
llaman porotos, y la calabaza que conocen con el nombre de zapallo, y
uno y otro
es por su abundancia alimento de la gente pobre.
En las más partes se dan bien las habas y guisantes que llaman chauchas."
Podemos completar estas noticias de Sobremonte añadiendo que, en
diversas épocas, San Luis tuvo molinos de trigo en esta ciudad, en
Renca, en Merlo y en las Tapias. De este último Que perteneció a don
Agustín Giadas y estuvo
al cuidado de don Francisco Goda-'-- ha quedado una valiosa
descripción debida a la infatigable pluma de aquel puntano
ejemplar que fue don Marcelino Poblet.
Finalmente, diremos que ya en 1725 los puntanos cosechaban sandías. En
cuanto a los melones, también los mencionan los viejos papeles, aunque
varias décadas después.
Noticias sobre ganadería
Rica era la jurisdicción puntana en especies silvestres
como guanacos, avestruces y venados. Mas aunque ellas hayan resuelto el
problema de la alimentación de los primeros
pobladores, nuestro particular interés radica en los ganados mayores y
menores que, por existir en Mendoza y en San Juan al tiempo de la
fundación de San Luis, por esa misma época -si no antes- deben haberse
multiplicado
en esta región.
Una vez más la toponimia viene en nuestra ayuda. Hallamos así, en
antiguos papeles, los parajes denominados
la Majada y Cuchicorral. Si el primero prueba la existencia
de cabras y ovejas, el segundo que certeramente el P. Luis
Joaquín Tula tradujo por Chiquero- certifica que los cerdos
también brindaron su aporte a la economía puntana. Con
respecto a este tosco pero rendidor animal, recordaremos
que su proliferación en esta ciudad constituyó una permanente
preocupación para los capitulares, que con reiterados bandos de buen
gobierno trataron de confinarlo al Río Seco.
Asimismo, su crianza se extendió al sur del Saladillo y en
las riberas del río Quinto.
Las mulas, criadas principalmente en las cercanías
del Morro, Paso Grande y Saladillo, fueron el más preciado
artículo de comercio con las provincias del Norte, hasta
que el ganado vacuno se puso, por así decirlo, al alcance
de la mano.
Pero es el caballo el primero y más valioso elemento del
hombre de esta tierra. Las disposiciones reales establecían
que todos los vecinos debían hacer sus casas y tener armas
y caballos .para acudir a lo que se ofreciere en servicio de
su majestad. Don Juan de Adaro, corregidor de Cuyo, autorizó en 1633 al
teniente de corregidor de San Luis, sargento mayor Pedro Pérez Moreno,
para que en persona saliese a las pampas, fuera de su jurisdicción, a
mandar .
recoger caballos para el real servicio. Desde entonces, los
caballos abundaron en San Luis, sin que el Cabildo dejara
de recomendar "que no se quiten a los indios".
Sobremonte, en 1785, estimaba que el ganado caballar
de la Punta superaba las 15.000 cabezas, en tanto que San
Juan tenía cerca de 9.000 y Mendoza no pasaba las 1.500.
Algunos años después don Francisco Gutiérrez se convierte
en el primer poblador de la frontera del Bebedero, en cuyos
campos se multiplicaron 400 vacunos y una potrada que
había traído de la jurisdicción de Buenos Aires. Desparramados por esas
vastas llanuras, los ganados proliferaron hasta el punto de llamar la
atención de los mendocinos, que realizaron frecuentes incursiones para
apoderarse de la
hacienda cimarrona.
En 1725 las autoridades ordenaron que no debía darse
caballos a los indios, por el peligro que podían significar.
Pero ya era tarde: criollos e indígenas se robaban mutuamente ese
valioso auxiliar de pelea, cuando no lo cambalacheaban por ropas,
'aguardiente, frenos o cuchillos, en los
frecuentes tratos en el paraje de las Pulgas o más al sur,
donde los guaicos atesoran el espejo argentado de sus aguas.
El capitán Pedro de Fuentes Pavón, teniente de corregidor de San Luis,
en el cabildo del 22 de noviembre de 1650 pidió licencia para ir a la
jurisdicción de Buenos Aires, "por estar pereciendo SU casa y la gente
de indios y chusma,
por falta de comida, que no la hay en esta ciudad". Aunque
estas palabras no deben ser tomadas al pie de la letra
-pues era corriente entonces magnificar ciertos problemas
para encontrar una justificación al proceder de los capitulares o de
sus allegados- ellas revelan, a nuestro entender,
la iniciación de las recogidas de ganado y vaquerías, que
tanto modificaron el vivir puntano.
Algunos pobladores fronterizos, como los Quiroga y los
Pérez Moreno, comenzaron bien pronto a internarse en las
pampas, al amparo del ascendiente que tenían sobre los
indios, originado a veces por vínculos de sangre.
Empezaron así las recogidas de hacienda cimarrona,
tarea que si en un principio sólo tendió a poblar las estancias de San
Luis, no tardó en convertirse en pingüe negocio para quienes se
atrevieron a llevar a Chile o al Litoral tanto el ganado en pie como
los cueros y el sebo de los
animales faenados en las mismas pampas.
Pasada la estación de los fríos, se comenzaba a organizar la tropa,
integrada por diez o doce peones, según la fortuna de la persona que
encargaba la vaquería. Los documentos prueban que esas entradas eran,
generalmente, costeadas por gente rica de afuera: de Chile, de Mendoza,
de San Juan y de Córdoba. En contadas ocasiones participaban
personalmente en la vaquería. La responsabilidad corría por cuenta de
un vecino de San Luis, capaz y activo, baqueano de la tierra adentro,
que con el título de mayordomo, dirigía la peonada y arriesgaba el
cuero, para decirlo
con la palabra justa.
Se llamaba Francisco de Tobar, José González Pallero,
Francisco Díaz Barroso, Luis Chirinos, Baltasar de Miranda,
Jacinto de Quiroga, Nicolás de Fredes o Luis Lucio Lucero,
y era el terruño mismo, el alma prístina de esta tierra,
galopando hacia el futuro.
Los peones -raíz del gauchaje- llegaban de todos los
rumbos. A los camperos de la Punta, venidos de los senderos y rincones
de Guascara, de Pancanta, de lla Isla, del Potrero, de Guanacopampa, se
agregaban pardos esclavos,mozos de las Corrientes, indios de los valles
cordobeses y
otros que, entre revuelos de lazos y mugidos de vacas guampudas, habrán
hecho nacer aquel interrogante famoso: "¿De qué pago será criollo?".
Antes de iniciar la marcha, los peones recibían a cuenta
de su trabajo diversos efectos, que suplían algunas de sus
necesidades: ponchos, lienzo, bayeta, frenos, tabaco, espuelas,
cuchillos y, a veces, unos pocos reales. Así aviados –por eso la
persona que adelantaba el dinero para la empresa se denominaba aviador-
los hombres se internaban en las
pampas, llevando cada uno de diez a veinte caballos para
su servicio. Cuando el capataz o mayordomo no disponía
de tantas cabalgaduras como necesitaba su peonada las
alquilaba, generalmente a razón de doce reales por caballo,
saldando la cuenta con vacas cimarronas. Este alquiler se
denominaba flete y de ahí proviene, seguramente, la costumbre muy
criolla de llamar flete a un buen caballo.
Más no se piense que era sólo una tropa -diez o doce
hombres y un centenar o dos de caballos- la que cada temporada salía a
vaquear. Los viejos papeles de nuestros archivos nos hablan de cinco,
de diez, de quince tropas que, anualmente, se desparramaban por la
inmensidad de las
pampas, en busca de ganado salvaje. ¿ Y cuántas vacas
recogía cada tropa? Término medio, cinco mil. y eran nada
más que vacas, como expresan los contratos, "buenas de
dar y recibir, sin lesión de todo ni vacas viejas", las cuales,
sin embargo, también eran parte de la vaquería. Porque además de los
interesados en el vacaje para pasarlo a Chile
o a Córdoba, había gente que se dedicaba exclusivamente
a "hacer sebo y grasa", es decir; que en el mismo campo
mataba el ganado para acopiar esos productos. En esos
casos, la tropa se formaba con mulas o carretas, que volvían
atiborradas.
Detrás del ganado cimarrón los puntanos recorrieron
distancias asombrosas. Los documentos dan fe de que llegaron no sólo
hasta la sierra de la Ventana, en la provincia e Buenos Aires, sino que
trabaron contacto -en más de una ocasión nada cordialmente- con los
indígenas que habitaban el litoral atlántico. Hacia el este, también el
paisaje
pampeano era familiar para los jinetes de San Luis, pues
muchos apartes de hacienda se hicieron en el valle o pago
de Melincué.
Cuando los aviadores eran cordobeses, los ganados se
conducían a los fértiles campos del Río Tercero, atravesando la sierra
a la altura de la Estanzuela, camino que más tarde, en tiempos de
Sobremonte, utilizaron los correos que, desde la ciudad de Córdoba,
llegaban hasta el mineral de la Carolina.
Precisamente a este paraje -que se tornaría famoso
por sus minas- eran llevadas las haciendas para invernar,
empresa a la que se dedicó con preferencia don Luis Lucio
Lucero, cobrando por ello el 16 por ciento.
A mediados del siglo XVIII don Juan de Quiroga manifestaba que "hay
muchos que se entran por la jurisdicción, comprando vacas, mulas o
caballos, ovejas, carneros, chivatos y lana", y pedía que no se
permitiese vender vacas, por
cuanto iba en desmedro de San Luis. También los vecinos
del río de Conlara, en 1757, solicitaron la creación de un
impuesto para las "tropas de mulas que pasan vendidas para
el reino del Perú y tropas de vacas que pasan para Mendoza, San Juan y
otros reinos". Por entonces se afirmaba "que la decadencia de ganados
proviene de las cuantiosas tropas que de la jurisdicción de San Luis se
extraen
para las provincias del Tucumán y para la otra banda de
la cordillera".
En 1785 se prohibió sacar ganado para Chile y al año
siguiente Sobremonte recomendó que no se impidiese "el
tránsito,de ganado para abasto de Mendoza, así como de
allá vendrán trigos y harinas". En este comercio estaban
incluidas las vacas, pues lo que el marqués tenía prohibido
"es la saca del hembraje fuera de la provincia, lo que no
se altera porque vaya a Mendoza, como ciudad que corresponde a este Gobierno".
Actividades comerciales
En el informe que dirigiera al virrey Loreto en 1785,
Sobremonte expresa que en San Luis "el terreno produce
cuanto se quiera, pero es tal la desidia de las gentes de
aquellos campos, que sólo recogen lo indispensable de 108
frutos para la vida frugal que generalmente tienen, y en
que son casi iguales los de las demás jurisdicciones de la
provincia", es decir, de la intendencia de Córdoba.. integrada también por San Juan, Mendoza y La Rioja.
"Su industria -prosigue Sobremonte- se reduce a que
las mujeres trabajan ponchos y frazadas que se conducen
al reino de Chile, y retornan lencería y otros efectos en
cambio".
Las tejedoras puntanas, con sólo cambiar los peines
de sus telares, hacían ponchos y tapetados, chuces y pellanes, bayeta y
picote, cuyos colores provenían casi exclusivamente de los elementos
tintóreos del terruño, que Sobremonte pudo describir merced a la
paciente observación de aquel
secretario singular que fue para él fray Elías del Carmen,
filósofo y naturalista. Anota el marqués que "tiñen de azul
con añil, de amarillo con una yerba que llaman chasca, de
encarnado con una raíz que hay en las sierras y para hacerle subir el
color le mezclan grana, el negro con el tinte
que sale de un árbol que se llama molle, el verde con otra
yerba que se llama romerillo, y el anaranjado con hollín y
la dicha yerba chasca".
Paralela a la tejeduría, aunque en menor escala, se desarrolló en la
jurisdicción puntana la artesanía del cuero,
como complemento indispensable de la vida de campo y a
la vez como pequeña industria. El padrón de 1812 -galardón de la
historia de San Luis- registra curtidores, lomilleros, trenzadores y
petaqueros en distintos lugares del
terruño, como el Rosario, Renca, el Pantanilla, Guzmán,
Piedra Blanca, el Morro y la Estancia Grande.
Pasada la floreciente época de las vaquerías, los ganados mayores y
menores continuaron siendo la principal
fuente de recursos de los habitantes de San Luis, a la par
que daban particular fisonomía a sus faenas, sus costumbres y su
lenguaje. En las últimas décadas del siglo XVIII,
la Punta mantenía un activo comercio con las provincias
limítrofes, basado principalmente en su producción ganadera. Si Córdoba
era la plaza propicia para la venta de mulas -como lo habían sido antes
Salta y Tucumán-, los mendocinos mostraban siempre interés por el
ganado
vacuno de esta región. También las vacas y los novillos
puntanos abastecían las poblaciones de San Juan y La
Rioja, buenos mercados asímismo para los lanares, que
todos los años eran conducidos desde las estancias del Norte.
Además de ganado, San Luis enviaba a esas comarcas,
con regularidad, lana, sebo, grasa, jabón y charque, sin
que faltasen, de vez en cuanto, algunas cargas de quesos.
Los otros renglones de la producción puntana provenían de
los activos telares desparramados por todo el ámbito de
la "jurisdicción.
Aunque no tanto como vino y harina, La Rioja, San
Juan y Mendoza intercambiaban con nuestra provincia
otros productos típicos, tales como aguardiente, higos secos,
arrope, conserva de membrillo, alfajores, pasas moscatel,
ají, aceitunas y charques de tomate. Por los mismos rumbos
llegaban diversos artículos comunes en la alimentación de
los habitantes de esta tierra: porotos, trigo y también maíz,
cuando las cosechas locales no cubrían las necesidades de
los puntanos.
Chile -principalmente desde Santiago y Coquimbo-,
Salta y Buenos Aires -con frecuencia por la vía de Córdoba- hacían
llegar a la Punta infinidad de productos manufacturados, ultramarinos
en su mayoría, a los que se
agregaban otros efectos de industria regional muy estimados como las
ollas, peroles y fuentones de cobre coquimbino y las cajas o cofres de
cedro tucumano, verdadero orgullo de nuestras familias, elemento
reemplazado luego por
las recias y poco menos que eternas petacas hechas en el
terruño.
¿ Qué es lo que no traían a San Luis las arrias y carretas provenientes del este, del norte y del oeste? Asombra,
por cierto, la variedad de mercaderías que componían el
surtido de las tiendas puntanas, entre las que descollaron, en
aquellos tiempos, la de don Ignacio González Pena y la de
don Francisco Enrise.
Telas de todas clases -bretañas, angaripolas, puntivíes, ruanes, rasos,
lienzos, cotines-; cintas lisas, pintadas y de aguas el apreciado toque
daba gracia y realce; pañuelos de mano y "de taparse"; hilos españoles
de Córdoba, de Galicia y de León; hilo de plata del Cuzco; botones
de nácar, de huesos, de metal, de vidrio y de "barba de ballena;';
medias de seda, rebozos y hasta guantes de gamuza figuran en los
prolijos inventarios de antaño.
A esto hay que agregar las herramientas -principalmente de carpintería-
el menaje de loza y de peltre -precursor del aluminio, que desalojó a
los platos y fuentes hechos con maderas puntanas-; cartillas,
catecismos y rosarios de palo; sombreros -los de paja o machitos, los
blancos, tan codiciados, y los sufridos panza de burro, trabajados en
la boca del mortero- sin olvidar los espejitos
o tocadores para los desvelos femeninos y el polvo para
blanquear transitorias y caducas pelucas masculinas.
Entonces como ahora, los colores influían en la mayor
o menor venta de las telas. Por las verdes no había demanda y sólo podía salirse de ese clavo cuando la necesidad
obligaba a vestir alguna partida de negros esclavos, de
las que con frecuencia se enviaban al otro lado de los Andes.
Aunque en nuestra jurisdicción no dejaron de usarse ponchos y
sabanillas de tonos verdosos, hombres y mujeres
mostraban preferencias por el color cardenillo o sajón subido, el rosa
fuerte y el azul turquí. Claro está que la gracia y la coquetería
femeninas no dejaban de asomar también en los encargos de esa época.
"Me piden unas niñas
-escribe un tendero muy minucioso- que les mande hacer
tres rebozos de bayeta de pellón, los dos de color caña e
iguales en el dibujo, y el otro, bien de color aurora o cualquier otro
que sea honesto". Este color aurora o sajón bajo
-por no decir rosado- cedió alguna vez su puesto de preferencia al
color nácar, al color flor de romero y, aunque
cueste creerlo, también al color pulga.
Por cierto que lejos estaban las pacientes tejedoras
puntanas de lograr estos novedosos tonos y matices de embeleco,
constreñidas al empleo de yerbas y raíces. Y aunque los comerciantes
porteños no dejaban de reclamar por el
incierto tinte de los ponchos puntanos, afirmando que no eran "ni
azules ni celestes ni blancos", lo innegable es que la jurisdicción de
San Luis aportaba "un diluvio" de esas prendas, según la fresca
expresión de un despierto consignatario. Y aquí no está de más una
referencia al habla popular puntana de esos lejanos tiempos.
Todos los vocabularios indican que ponchada es una cantidad de cosas
que podrían llenar un poncho; la palabra equivale, asimismo, a "montón,
cantidad grande". En San
Luis, en la época a que nos hemos referido, algunos comerciantes
emprendedores --como don José Darac- compraban en la campaña todos los
ponchos que se tejían por su mismo encargo. Entrada la primavera,
salían con mulas y peones a recoger la ponchada -así se lee en los
documentos-, que luego era remitida a Buenos Aires o a Santiago de
Chile.
Esas cargas de ponchos, esa ponchada de los puntanos,
acaso hayan dado al vocablo el sentido de cantidad grande
de cosas, de montón, que hoy atesoran los diccionarios
criollos.
Una última acotación: cuando los ponchos de San Luis
no se podían vender en Buenos Aires por parecer descoloridos o algo
chicos, no faltaba quien con ellos hiciera buen negocio en el Paraguay.
Aunque tuviera que cambiarlos por yerba.
La lucha con el indio
Según Pastor, el cacique Bagual -"cuyas tolderías se
encontraban en la región Sud del hoy Departamento General Pedernera,
donde actualmente se encuentran la laguna y el pueblo del mismo
nombre"- llevó en 1610 una invasión al territorio cordobés,
"incendiando capillas y asesinando
a los pobladores españoles". "Algunos años más tarde -.expresa el
citado escritor- se produjo el levantamiento de los Calchaquíes,
encabezados por el aventurero español Pedro
Bohorquez o Chamijo que se había atribuido el título de
Inca, pretendiendo ampararse en las prerrogativas y privilegios de tal
dignidad para constituirse en soberano de aquella nación".
Este levantamiento repercutió también en San Luis
y en 1632 el Cabildo tuvo aviso de que los indios de la
comarca habían hecho "armas de cuero y pertrechos de
guerra", habiendo reunido también sus caballos con el
propósito de atacar la ciudad, circunstancia que llevó a los
pobladores a solicitar que no se removiese de su puesto de
teniente corregidor al sargento mayor Pedro Pérez Moreno, a quien
consideraban su amparo, por tratarse de "muy valeroso soldado y de
mucha opinión", también entre los indios de las pampas.
Son muy escasas las noticias sobre la organización militar de los
puntanos, por aquella época. Sabemos, sí, que tanto vecinos como
moradores tenían la obligación de sustentar armas y caballos; pero en
ese año de 1632 se dijo
que no tenían "armas de fuego, pólvora ni municiones". Es
muy posible que, desde un principio, los puntanos recurriesen a las
lanzas, como lo corrobora el hecho de que en 1683
don Juan Vidal Olguín presentó su título de capitán "de a
caballos de ligeras lanzas de esta ciudad y su jurisdicción".
En mayo de 1711 el corregidor de Cuyo don Pablo de
Giraldes y Rocamora recibió orden de entregar doscientos
hombres al maestre de campo don Juan de Mayorga, "para
que con ellos entre al castigo de los indios pampas que cometieron las
alevosías y atrocidades en las tropas de vaqueros
en la jurisdicción de la ciudad de San Luis". Ochenta de
esos hombres debían ser de la Punta, por lo que mandó que
"ninguna persona, de cualquier calidad y condición que
sea, no salga de la dicha ciudad y su jurisdicción, pena de
incurrir en la de cuatro años de Valdivia... hasta que dichos ochenta
hombres sean entregados al dicho maestre de campo". Esta expedición,
que no dio ningún resultado positivo, aparentemente no tuvo sólo
carácter militar, pues algunos documentos mencionan que su rumbo fue el
de la
ciudad de los Césares.
Expresa Pastor que en 1712 los indios "arrasaron la
campaña puntana, saquearon sus estancias y asaltaron la
ciudad de San Luis, sometiéndola a los horrores de la destrucción y el
incendio, después de lo cual se alejaron llevándose numerosos cautivos
y gran cantidad de ganado".
Añade que en 1720 "trajeron un malón de grandes proporciones y de
nefastas consecuencias para los pueblos de San Luis. Los
establecimientos ganaderos de Las Pulgas(Río V), Morro, Renca y Santa
Bárbara (San Martín), fueron cruelmente saqueados, sin que los
maloqueros pudieran ser molestados ni perseguidos".
A mediados de octubre de 1737 el general don Juan de Bermionsolo,
corregidor de Cuyo, efectuó en esta ciudad
un alarde general y revista de armas, al que asistieron alrededor de
trescientos militares que integraban ocho compañías al mando del
maestre de campo Miguel de Vílchez y de los capitanes Tomás Lucio
Lucero, Juan de Rojas, Manuel Barroso, Miguel de Quiroga, Francisco
Ferreira, Gregorio Díaz Barroso y Marcos Chilote, este último al frente
de los naturales. En esta oportunidad, si bien se mencionan algunas
espadas y escopetas, las lanzas constituyen la parte
principal del armamento.
En mayo de 1739 la gente de armas fue convocada por
tenerse noticias ciertas de andar los indios camino del Desaguadero.
Bajaron entonces a esta ciudad todas las compañías, excepto la del
capitán Miguel de Quiroga que quedó al reparo de la frontera del Río
Quinto. Cabe destacar que
la no concurrencia se penaba con 25 pesos, si se trataba
de un oficial, y con 6 pesos en caso de ser soldado.
Dos años después, en el mes de junio, las compañías
marcharon a la frontera, por haber rumor de indios y colegirse que
pudieran dar asalto. En esta marcha, además de los militares reformados
-dados de baja- intervinieron también "indios, mulatos y demás personas
forasteras" que
había por los partidos.
El 14 de agosto de 1751 se hizo "en esta plaza real"
otra revista de armas, a la que todos los capitanes y cabos
concurrieron con sus compañías y sus listas, "cada uno por
su pago", incluyendo los milicianos de 16 años para arriba.
Como Comisario de la Caballería levantó entonces su bastón
don Simón Becerra, por orden del teniente de corregidor
don Miguel de Vílchez.
Don Vicente Becerra, maestre de campo y lugarteniente de corregidor,
convocó a las milicias a mediados de mayo de 1771 para hacer una
entrada a los indios enemigos, para lo cual cada individuo debía
presentarse con tres
caballos. Para que en esa ocasión "tan precisa para la defensa de la
patria" no faltasen cabalgaduras, Becerra ordenó también "sacar los
caballos que se hallaren empotrerados, sean de quien fueren". Para los
que no concurriesen,
estableció las siguientes penas: capitán, traidor al Rey; españoles o
reformados, multa de cincuenta pesos; mestizos,
indios y zambos, doscientos azotes y destierro por cinco
años a Valdivia.
Esta expedición, que tenía por objeto rescatar las haciendas que los indios arrearon de los campos del Bebedero,
fracasó como otras veces y no conjuró el peligro de los
malones.
Al igual que en 1750, en 1772 el corregidor de Cuyo
ordenó "que todas las tropas de carretas que quisiesen transitar para
las ciudades de Buenos Aires y Santa Fe, sea
por los caminos arriesgados y que en el tránsito más peligroso se
junten hasta cincuenta carretas, para ponerse en
estado de defensa en caso de que el enemigo les ataque,
llevando para este efecto una lanza en cada carreta y las
demás prevenciones que puedan hacer para defenderse los
dueños de las tropas". En el mismo bando dispuso "porque
pudiera acaecer que de paso ejecutasen dichos indios iguales
hostilidades en las estancias y fronteras de esta jurisdicción, estarán
todos sobre aviso para usar de las precauciones necesarias".
El lugarteniente de corregidor don José Antonio Lucero, con fecha 27 de
marzo de 1773, mandó contribuir con reses para la manutención de los
indios que constituían la guarnición del fuerte de San José del
Bebedero,
"por lo menos en los días que se verifiquen las campeadas
a que están obligados" "para evitar las repentinas invasiones de los
indios enemigos que hostilizan las campañas".
También se destinaban a ese fuerte los caballos que se quitaran "a los
hijos de familia noble" que no respetasen el bando que prohibía correr
y galopar por las calles de la ciudad.
A pesar de estas precauciones, los indios del sur continuaron
frecuentando la zona del Bebedero, pues en ese lugar se reunían los
ganados atraídos por el agua abundante. Por ese motivo, a lo largo de
la frontera diversos propietarios
fortificaron sus estancias, construyendo reductos o defensas de palo a
pique, tanto de quebracho como de caldén.
En el Morro se estableció una guardia y en las proximidades del río
Quinto se construyó otro fuerte, para asegurar el tránsito de arria s y
carretas.
Como ya era proverbial, "no "teniendo esta ciudad propio ni ramo alguno
de que echar mano para los precisos
costos" que demandaba la construcción del fuerte en el
paraje del Chañar, se recurrió a los vecinos de toda la
jurisdicción, quienes concurrieron "a proporción de sus facultades,
cada uno con lo que ha podido gustosamente, contribuyendo con algunos
ganados mayores y menores, herramientas y carretas.
A estos trabajos, realizados a fines de 1779, el gobernador de armas
interino don Juan José Gatica sumó la revista general que ejecutó a las
compañías de milicias,
en las que figuraron 1699 hombres, según el siguiente detalle: Clase de
Reformados, 69; Compañía distinguida de
Nobleza 70; Primera Compañía de Infantería, 70; Segunda
Compañía de Infantería, 94; Primera Compañía de la Costa
de San Francisco, 62; Segunda Compañía de la Costa de
San Francisco, 64; Compañía del partido del Pantanillo, 123;
Compañía del partido de la Yerbabuena, 120; Compañía del
partido del Paso Grande, 113; Compañía del partido de
las Piedras Coloradas, 69; Compañía del partido del Salado,
50; Compañía del partido de Santa Bárbara, 71; Compañía
del partido de Guanaco Pampa, 65; Compañía del río de
Conlara, 62; Compañía del partido de la Punta del Agua,
82; Primera Compañía de la Falda, 77; Segunda Compañía
de la Falda, 95; Primera Compañía del partido de Renca,
79; Segunda Compañía del Partido de Renca, 107; Primera
Compañía de la Frontera, 106; Segunda Compañía de la
Frontera, 64; Compañía de Naturales de la Frontera del
Río Quinto, 27; Compañía de Naturales de la Frontera del
Bebedero, 20.
Las milicias puntanas, para castigar las incursiones
de los indios, hicieron una entrada en 1786 al mando de
don Lucas Lucero y otra en 1792, a las órdenes de don
Juan de Videla. En cuanto a los fortines, prácticamente fueron descuidados, hasta que en noviembre de 1808 don Juan
Gregorio Blanco, vecino y abastecedor de la frontera de
San Lorenzo Mártir, propuso mudar el fuerte a un lugar
más adecuado, como media legua hacia el naciente, donde
el río Quinto formaba una rinconada y existía un ojo de
agua permanente.
A ese paraje del Chañar fue trasladado el fuerte en
1809, conservando el nombre de San Lorenzo y comprometiéndose Blanco a
construir, por su cuenta, una capilla para que no faltase el pasto
espiritual a más de cincuenta familias que habitaban entre el lugar de
las Pulgas y el paso
de los Césares.
Algunas tareas del Cabildo
Falto de recursos para atender las obras públicas, el
Cabildo no dejó por eso de velar por el adelanto de la
ciudad y su jurisdicción. El Padre Saldaña Retamar -que
revisó pacientemente las actas capitulares puntanas- dio
testimonio de admiración con estas palabras: "Los cabildos
y gobiernos coloniales dictaron leyes y reglamentos acerea
de abasto, regadío, higiene, comercio, vialidad, docencia,
costumbres, moralidad, etc., que el profano llega a dudar
por momentos si por ventura se hallara ante un caso de
daltonismo agudo, que le hace ver las cosas al revés. Duda
si sean las municipalidades, policía o ministerios modernos
los que tales disposiciones discurren, los que tan sabios
principios asisten. Sin embargo, abre los ojos y convéncese
que se trata de asuntos y cosas, de sujetos y entidades actuantes dos o
más siglos atrás. Esa es la realidad pura y limpia." Por nuestra parte
nos limitaremos a mencionar
algunas de las preocupaciones de los capitulares puntanos
durante el siglo XVIII, para dar un reflejo de su labor, digna
por cierto de un estudio especial.
En octubre de 1701 el Cabildo acordó autorizar la instalación de dos
pulperías, aplicadas para propios de la ciudad, las que fueran
concedidas por el gobernador de Chile don Tomás Marín de Poveda. En
consecuencia, mandaron publicar autos para que las personas interesadas
en
instalar dichas pulperías pagasen el derecho de treinta y
cinco pesos anuales por cada una. Dispusieron, asimismo,
"que ninguna persona, de cualquier calidad y condición que
sea, no vendan vino ni aguardiente en ninguna casa ni
paraje que sea, pena de veinte pesos y pérdida del vino y
aguardiente y los géneros vendibles que hubiesen de vender". Al año
siguiente determinaron ser conveniente "el
que se publique en auto para que todas las personas que
vendan vino y aguardiente, yerba, tabaco y todas las cosas
que vendieren por peso de balanza, se ponga el precio y
se haga medida para que a razón de lo que se les señala
se vendan".
Los capitulares impidieron, en 1632, una posesión o
amparo hecha al maestro don Agustín de Olmedo, clérigo
presbítero del obispado de Tucumán, despachada por el teniente
corregidor Juan Jofré de la Barrera, "por ser en perjuicio y menoscabo
de la jurisdicción de esta ciudad, de que se siguen muchos
inconvenientes: lo primero, el menoscabo de los haberes reales en lo
que mira al ramo de
alcabala de este reino; lo segundo, el de las rentas decimales y parte
que toca a nuestra parroquia, de este ramo; y
lo tercero darle la jurisdicción perteneciente a este reino a
la provincia de Tucumán, de que puede resultar guerras
civiles entre una ciudad y otra, materia muy escrupulosa
y digna de todo reparo".
EllO de enero de 1740, con asistencia del corregidor
don Juan de Bermionsolo, se reunió un cabildo abierto que
resolvió "hacer representación al señor Presidente de las
extorsiones y atrasos que se originan por dos o cuatro vecinos de la
ciudad de Mendoza, señalados para el matadero de carne cada ocho días,
a cuyo pedimento parece y es notorio han puesto los señores del Cabildo
de dicha ciudad precio
de veinte reales a cada vaca de las que se llevan diariamente de esta
ciudad y su jurisdicción, siendo el p